miércoles, 7 de diciembre de 2016

PÁGINAS MEMORABLES (41): Algunas de las más sorprendentes costumbres lejos de Francia


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Los bárbaros en absoluto son más extraordinarios para nosotros que nosotros para ellos, ni con mayor motivo. Así lo reconocerían todos si fueran capaces tras haberse paseado por estos lejanos ejemplos, de inclinarse sobre los propios y compararlos sanamente. La razón humana es una tintura infusa más o menos en la misma proporción en todas nuestras opiniones y costumbres, sea cual fuere su forma —infinita en materia, infinita en variedad.

Vuelvo a mi asunto. Hay pueblos en los que, salvo su esposa y sus hijos, nadie habla al rey sino por cerbatana. En una misma nación, las vírgenes enseñan sus partes pudendas, y las casadas las cubren y esconden con sumo cuidado. Guarda alguna relación con esto una costumbre que se da en otra parte: la castidad sólo se aprecia al servicio del matrimonio, pues las jóvenes pueden entregarse a su antojo y, si están encintas, producirse abortos con medicamentos apropiados, a la vista de todo el mundo. Y en otro sitio, cuando un mercader se casa, todos los mercaderes invitados a la boda se acuestan con la esposa antes que él —y cuantos más son, más honor y más reputación tiene ella de firmeza y capacidad—; si se casa un funcionario, lo mismo; lo mismo si es un noble. E igualmente los demás, salvo que se trate de un campesino o de alguien del pueblo bajo, porque entonces es el señor quien actúa —y, aun así, no dejan de recomendar estrictamente la fidelidad durante el matrimonio—. Hay sitios donde se ven burdeles públicos de varones, e incluso matrimonios; donde las mujeres van a la guerra junto a sus maridos y tienen rango no ya en el combate sino incluso en el mando. Donde no sólo se llevan los anillos en la nariz, en los labios, en las mejillas y en los dedos de los pies, sino varillas de oro muy pesadas a través de los pezones y las nalgas. Donde, al comer, se limpian los dedos en los muslos y en la bolsa de los genitales y en la planta de los pies. Donde los hijos no son los herederos; lo son los hermanos y sobrinos; y en otros lugares únicamente los sobrinos, salvo en la sucesión del príncipe. Donde, para ordenar la comunidad de bienes que se observa, ciertos magistrados supremos tienen a su cargo todo el cultivo de las tierras y la distribución de los frutos, según la necesidad de cada uno. Donde se llora la muerte de los niños y se festeja la de los ancianos. Donde duermen en las camas diez o doce juntos con sus mujeres. Donde las mujeres que pierden a sus maridos por muerte violenta pueden volverse a casar, las demás no. Donde se estima en tan poco la condición de las mujeres que se da muerte a las hembras que nacen y se compra mujeres a los vecinos para cubrir las necesidades. Donde los maridos
pueden repudiar sin alegar causa alguna, las esposas no, por ninguna causa. Donde los maridos tienen derecho a venderlas si son estériles. Donde hacen hervir el cuerpo del fallecido y después lo trituran, hasta que se forma como un caldo que mezclan con el vino y lo beben. Donde la sepultura más deseable es ser comido por los perros; en otras partes, por los pájaros. Donde se cree que las almas felices viven con plena libertad en campos deleitosos, provistos de todas las comodidades, y que son ellas las que producen el eco que oímos. Donde luchan en el agua y disparan certeramente sus arcos mientras nadan. Donde, en señal de sometimiento, hay que alzar los hombros y bajar la cabeza, y quitarse los zapatos al entrar en la residencia del rey. Donde los eunucos que custodian a las religiosas no tienen tampoco nariz ni labios, para que nadie pueda amarlos; y los sacerdotes se arrancan los ojos para tener trato con los demonios y recibir oráculos. Donde cada cual convierte en dios aquello que se le antoja, el cazador el león o el zorro, el pescador cierto pez; y convierte en ídolos cada acción o pasión humana. El sol, la luna y la tierra son los dioses principales; la forma de jurar es tocar el suelo mirando al sol; y comen la carne y el pescado crudos.

Donde el juramento principal es jurar por el nombre de algún muerto que haya gozado de buena reputación en el país, mientras se toca su tumba con la mano. Donde el regalo de año nuevo que el rey envía a los príncipes, sus vasallos, todos los años es fuego. Una vez llegado, se apaga el fuego viejo, y los pueblos vecinos están obligados a venir a buscar de este nuevo,cada uno para sí, so pena de crimen de lesa majestad. Donde, cuando el rey, para entregarse por entero a la devoción, se retira de su cargo —como sucede a menudo—, su primer heredero es obligado a hacer lo mismo, y el derecho al reino pasa al tercer heredero. Donde se modifica la forma de gobierno según parezcan requerirlo los asuntos: deponen al rey cuando se estima conveniente y lo sustituyen por ancianos para asumir el gobierno del Estado, y a veces lo dejan también en manos del pueblo. Donde hombres y mujeres son circuncidados e igualmente bautizados. Donde el soldado que en uno o varios combates ha llegado a presentar al rey siete cabezas de enemigos, es ennoblecido. Donde viven con la opinión, tan rara e insociable, de la mortalidad de las almas. Donde las mujeres dan a luz sin quejarse ni pasar miedo. Donde las mujeres llevan grebas de cobre en ambas piernas; y si las muerde un piojo, están obligadas por deber de magnanimidad a devolverle el mordisco; y no se atreven a casarse sin haber ofrecido al rey, si lo desea, su virginidad. Donde se saluda poniendo el dedo en el suelo y luego alzándolo hacia el cielo. Donde los hombres llevan los fardos sobre la cabeza, las mujeres sobre los hombros; ellas orinan de pie, los hombres agachados.

Donde envían su sangre en señal de amistad, e inciensan, como a los dioses, a los hombres a quienes quieren honrar. Donde no se tolera el parentesco en los matrimonios no ya hasta el cuarto grado sino ni siquiera más alejado. Donde se amamanta a los niños durante cuatro años, y con frecuencia doce; y allí mismo se considera mortal dar de mamar al niño desde el primer día. Donde los padres se encargan de castigar a los varones; y las madres, aparte, a las mujeres; y el castigo consiste en ahumarlos colgados de los pies. Donde se hace circuncidar a las mujeres. Donde se come toda suerte de hierbas sin otra selección que rechazar aquellas que les parecen tener mal olor. Donde todo está abierto, y las casas, por hermosas y ricas que sean, carecen de puerta, de ventana, de cofre que cierre; y los ladrones son castigados el doble que en los demás sitios. Donde matan los piojos con los dientes, como los monos, y encuentran horrible verlos aplastar con las uñas. Donde no se cortan, en toda la vida, ni cabellos ni uñas; en otro sitio, donde sólo se cortan las uñas de la derecha, las de la izquierda se dejan crecer por elegancia. Donde se dejan crecer todo el pelo del lado derecho, tanto como es posible, y llevan rasurado el pelo del otro lado. Y en provincias vecinas, una deja crecer el pelo de delante, otra el de atrás, y rasuran el opuesto. Donde los padres ceden a sus hijos, los maridos a sus esposas, para que los gocen los huéspedes pagando. Donde es honesto hacer hijos a la propia madre, y que los padres se unan a sus hijas, y a sus hijos. Donde, en las reuniones de los festines, se ceden mutuamente los hijos sin distinción de parentesco.

En un sitio se alimentan de carne humana; en otro es obligación piadosa matar al padre a cierta edad. En otra parte, los padres ordenan, de entre los hijos que todavía están en el vientre de las madres, cuáles quieren que sean criados y conservados, y cuáles quieren que sufran abandono y muerte. En otra, los viejos maridos ceden sus esposas a los jóvenes para que éstos gocen de ellas; y en otra son comunes sin pecado —incluso en algún país llevan como marca de honor tantas hermosas borlas bordadas en las ropas cuantos varones han conocido—. ¿No ha producido la costumbre asimismo un Estado sólo de mujeres?, ¿no les ha entregado las armas?, ¿no les ha hecho formar ejércitos y librar batallas? Y lo que toda la filosofía no puede fijar en la cabeza de los más sabios, ¿no lo enseña ella, con su único mandato, al vulgo más zafio? Sabemos, en efecto, de naciones enteras donde la muerte era no ya despreciada sino celebrada, donde los niños de siete años soportaban que les azotaran hasta la muerte sin mudar el semblante; donde la riqueza era vista con tal desdén que el más mísero de los ciudadanos no se habría dignado a bajar el brazo para coger una bolsa de escudos. Y sabemos de regiones muy fértiles en toda clase de alimentos donde, sin embargo, los manjares más comunes y más sabrosos eran el pan, el berro y el agua. ¿No produjo también el milagro, en Ceos, de que transcurrieran setecientos años sin memoria de mujer ni muchacha que hubiera faltado a su honor?

Y, en suma, se me antoja que nada hay que no logre o que no pueda; y con razón la llama Píndaro, según me han dicho, la reina y emperatriz del mundo. Uno a quien encontraron pegando a su padre respondió que era la costumbre de su familia: que su padre había pegado así a su abuelo, y el abuelo, a su bisabuelo; y, señalando a su hijo, añadió: «Éste me pegará cuando tenga mi edad». Y el padre al que su hijo arrastraba por el suelo y zarandeaba en plena calle, le ordenó que se detuviera en cierta puerta, porque sólo hasta ahí había arrastrado él a su padre, y ése era el límite de los injuriosos tratamientos hereditarios que los hijos solían infligir a los padres en su familia. Por costumbre, dice Aristóteles, tan a menudo como por enfermedad, las mujeres se arrancan los cabellos, se muerden las uñas, comen carbón y tierra; y, más por costumbre que por naturaleza, los varones tienen relaciones con varones. Las leyes de la conciencia, que decimos nacer de la naturaleza, nacen de la costumbre. Dado que cada cual venera en su interior las opiniones y los comportamientos que se aprueban y admiten en torno a él, no puede desprenderse de ellos sin remordimiento, ni aplicarse a ellos sin aplauso. Cuando en el pasado los cretenses querían maldecir a alguien, rogaban a los dioses que se vieran envueltos en alguna mala costumbre.


MICHEL DE MONTAIGNE, Los ensayos, Acantilado, Barcelona, 2007, traducción de Jordi Bayod Brau, vía edición digital en Lectulandia, págs. 115-118

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